lunes, 19 de noviembre de 2007

lunes, 12 de noviembre de 2007

CONTINUACION... ANALISIS DEL CULTO A MARIA EN LA IGLESIA. CAPITULO CUARTO Y CONCLUSIONES.




1. MARÍA MODELO DE VIRTUD

En diversas ocasiones se presenta a maría inaccesible, lo ideal es presentarla imitable. Es verdad que María es inaccesible en los altísimos privilegios que coronan su maternidad divina, y es justo considerar tales privilegios para admirar, contemplar y alabar las grandezas de nuestra madre y para enamorarnos más de ella; pero al mismo tiempo hay que mirar a María en el cuadro concreto de su vida terrena, en un ambiente humilde y sencillo, que no rompe las líneas de la vida ordinaria común a toda madre de familia. No hay duda que bajo este aspecto María es verdaderamente imitable. En este capítulo miraremos a María como modelo de virtud ante toda la comunidad cristiana.


Se trata de virtudes sólidas, evangélicas: La fe y la dócil aceptación de la Palabra de Dios, la obediencia generosa, la humildad sincera, la solícita caridad, la sabiduría reflexiva, la verdadera piedad, que la mueve a cumplir sus deberes religiosos, a expresar su acción de gracias por los bienes recibidos y a tomar parte en la oración de la comunidad apostólica; la fortaleza en el destierro y en el dolor, la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor, el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz, la delicadeza en el servicio, la pureza virginal y el fuerte y casto amor de esposa.




4.1 La fe de María

“Dichosa tu María, que creíste que se cumplirían en ti las cosas dichas por el Señor”[1]. Grande fue la fe de la Virgen que creyó sin dudar el mensaje del ángel que le anunciaba cosas admirables. Creyó, obedeció, y como afirma el concilio: creyendo y obedeciendo “fue causa de la salvación propia y de la del género humano”[2]. Fiada en la Palabra de Dios, María creyó que sería madre sin perder la virginidad; creyó que sería verdadera madre de Dios, que el fruto de su seno sería realmente el Hijo del Altísimo. Se adhirió con plena fe a cuanto le fue revelado, sin dudar un instante frente a un plan que venía a transformar todo el orden natural de las cosas: una madre virgen, una criatura madre del Creador. Creyó cuando el ángel le habló, pero continuó creyendo aún cuando el ángel la dejó sola, y se vio rodeada de las humildes circunstancias de una mujer cualquiera que está dispuesta para ser Madre.

La Virgen nos enseña a creer en nuestra vocación; hemos creído en ello en la claridad de la luz, pero hemos de creer en ella cuando nos encontramos en las tinieblas, en las dificultades que pretenden trastornarnos, desanimarnos. Dios es fiel y no hace las cosas a medias: Dios llevará a término su obra en nosotros con tal que nosotros nos fiemos totalmente de Él.

Muy lejos estaría de la verdad quien pensase que los misterios divinos fueron totalmente manifiestos a la Virgen y que la divinidad de Jesús fuese para ella tan evidente que no tuviese necesidad de creer. Exceptuada la Anunciación y los hechos que rodearon el nacimiento de Cristo, no encontramos en su vida manifestaciones sobrenaturales de carácter extraordinario. Ella vive de pura fe, exactamente como nosotros, apoyándose en la Palabra de Dios. Los mismos divinos misterios que en ella y en torno suyo se verifican, permanecen habitualmente envueltos en el velo de la fe y toman al exterior el giro común a las varias circunstancias de la vida ordinaria; más aún: frecuentemente se ocultan bajo aspectos muy oscuros y desconcertantes. Por ejemplo, la extrema pobreza en que nació Jesús, la necesidad de huir al desierto para salvarle a él – Rey del cielo – de la furia de un rey de la tierra las fatigas para procurarle lo estrictamente necesario y, a veces, hasta la falta de ello. Pero María no dudó jamás de que aquel niño débil e impotente, necesitado de cuidados maternos y de defensa como cualquier otro niño, fuese el Hijo de Dios, creyó siempre, aún cuando no entendía el misterio.

El alma de fe no se detiene a examinar la conducta de Dios y, aún cuando no comprendiendo se lanza a creer y a seguir ciegamente las disposiciones de la voluntad divina. Algunas veces en nuestra vida espiritual nos detenemos porque queremos entender demasiado, indagar demasiado los designios de Dios sobre nuestra alma; no, el Señor no nos pide entender, sino creer con todas nuestras fuerzas.

4.2 La humildad de María

No es difícil ser humildes en el silencio de una vida oscura, pero es raro y verdaderamente hermoso serlo en medio de un ambiente de honores. María fue ciertamente la mujer más honrada por Jesús, la más elevada sobre las criaturas, y sin embargo, ninguna se ha rebajado y humillado tanto como ella. El ángel la saluda “llena de gracia” y María “se turba”[3]. Se turba porque siendo ella tan humilde, aborrece toda alabanza propia, deseando que solo Dios sea alabado. El ángel le da a conocer la misión que Dios le ha encomendado y María se declara como su “esclava”.
Las cualidades y las habilidades más hermosas, hasta la penitencia, la pobreza, la virginidad, el apostolado, la misma vida consagrada a Dios, incluso el sacerdocio, son estériles e infecundas si no están acompañadas por una humildad sincera; más aún, sin la humildad pueden ser un peligro para aquellos que las poseen. Cuanto más encumbrado sea el puesto que ocupamos en la viña del Señor, cuanto más elevada es la vida de perfección que profesamos, cuanto más importante es la misión que Dios nos ha confiado, más necesidad tenemos de vivir fuertemente radicados en la humildad. Así como la maternidad de María fue el fruto de su humildad, del mismo modo la fecundad de nuestra vida interior, de nuestro apostolado, dependerá y estará en proposición con la humildad. Ahora podemos decir, si nos resulta imposible imitar el candor y la belleza de María, imitemos al menos su humildad.

4.3 La esperanza de María

María “sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de él esperan y reciben la salvación... con ella, excelsa hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía[4]. Con estas palabras presenta el concilio a María en quien se comprendían todas las esperanzas de Israel; todos los anhelos y suspiros de los profetas vuelven a resonar en su corazón alcanzando una intensidad hasta entonces desconocida que apresura su cumplimiento. Nadie espera la salvación tanto como ella, y en ella precisamente, comienzan a cumplirse las divinas promesas.

La esperanza de María fue verdaderamente sólida y total aun en los momentos más difíciles y oscuros de su vida. Cuando su esposo José, habiendo notado en ella las señales de una maternidad cuyo origen, ignoraba, pensaba en “abandonarla secretamente”[5], María intuyó el estado de ánimo de su esposo, intuyó las dudas que podrían cruzar su mente, y el peligro en que ella estaba de ser abandonada, y, sin embargo, llena de esperanza en Dios, no quiso de ninguna manera forma decirle lo que el ángel le había revelado, sino que se abandonó completamente en las manos de su Creador. María calla sin tratar de justificarse frente a José; calla porque está llena de esperanza en Dios y está plenamente segura de su ayuda. El silencio y la esperanza le permiten apoyarse totalmente en Dios, y así, fuerte, con la fortaleza del mismo Dios, permanece serena y tranquila en una situación por extremo difícil y delicada.

Podemos asegurar que toda la vida de María fue un continuo ejercicio de esperanza. Transcurridos en Nazareth treinta años, Jesús aparecía niño, joven, hombre, como todos los demás y ninguna señal exterior indicaba que habría de ser el salvador del mundo, sin embargo María no cesó de creer y de esperar en el cumplimiento de las divinas promesas. Cuando comenzaron las persecuciones contra el Hijo, cuando fue apresado, procesado, crucificado y todo parecía ya terminado, la esperanza de María permaneció intacta, aún más, se agigantó dándole la fuerza de seguir firme “Junto a la cruz de Jesús”[6]

Ahora comprendemos cuan pobre es nuestra esperanza frente a la esperanza de María. La Virgen con su silencio y con su esperanza nos señala el único camino de al verdadera seguridad, de la serenidad y de la paz interior aun en medio de las situaciones más difíciles: el camino de la total confianza en Dios.


Hemos analizado hasta aquí algunas de las virtudes evangélicas de María; y, digamos que de estas virtudes de la Madre, se adornan los hijos, que con tenaz propósito contemplan sus ejemplos para imitarlos en la propia vida. Y tal progreso en la virtud aparecerá como consecuencia y fruto maduro de aquella fuerza con que brota el verdadero culto a la Virgen María.

La Iglesia Católica, apoyada en su experiencia, reconoce en la devoción a la virgen una poderosa ayuda para que el hombre llegue a conseguir la plenitud de su vida. La “Mujer nueva”, está junto a Cristo, “el hombre nuevo”, a la luz de cuyo misterio encuentra sentido el misterio del hombre. Y así como prenda y garantía de que una persona de nuestra raza humana, en María, se ha realizado ya el proyecto de Dios para salvar a todos los hombres.











CONCLUSIONES

Nos alegra haber realizado este trabajo de investigación sobre la importancia del culto a María en la Iglesia, es un tema de suma importancia, objeto de estudio, de revisión y también de controversia en estos últimos años; tras esta investigación podemos ofrecer las siguientes conclusiones:

Desde los tiempos apostólicos, el papel de María y su veneración fue en aumento. El Concilio de Éfeso marca un punto decisivo para el desarrollo del culto mariano a través de la historia de la Iglesia, este concilio celebrado el año 431 erradicó la crisis Nestoriana, que negaba la maternidad divina de María, confirmó y autorizó la invocación de María como “Theokokos” que significa “Madre de Dios.

Debemos entender claramente que Cristo es el único camino al Padre, es el modelo supremo al que el discípulo debe imitar; esto es lo que la Iglesia ha señalado en todo tiempo y nada en la acción pastoral debe oscurecer esta doctrina. Pero está guiada por el Espíritu Santo, reconoce que también el culto a la Virgen María, de modo subordinado al culto que rinde el Salvador y en unión con Él, tiene una gran eficacia y constituye una fuerza renovadora de la vida cristiana. Podemos añadir que este culto a María tiene su razón última en el designio de Dios, el cual, siendo amor eterno y divino, será siempre manifestación de amor: La amó y obró en ella maravillas, la amó por sí mismo, la amó por nosotros, se la dio a sí mismo, y nos la dio a nosotros.


La fidelidad a la Escritura y a la tradición, así como a los textos litúrgicos y al magisterio garantiza la auténtica doctrina mariana. No podemos olvidar que su característica fundamental es la referencia a Cristo, pues todo en María deriva de Cristo y está orientado a Él. El concilio ofrece, también a los creyentes algunos criterios para vivir de manera auténtica su relación filial con María, “los fieles, además deben recordar que la verdadera devoción no consiste ni en un sentimiento pasajero y sin frutos. Al contrario, procede de la verdadera fe, que nos lleva a reconocer la grandeza de la Madre de Dios y nos anima a amar como hijos a nuestra madre y a imitar sus virtudes”[7].

La intercesión maternal de la Virgen, su ejemplar santidad y la gracia de Dios que hay en ella, hacen que el cristiano reafirme su devoción por medio de la fe en expresiones de alabanza y súplica, suscitando el firme propósito de imitar sus virtudes.

El deseo es que este trabajo pueda responder a las exigencias de numerosos católicos, que desean poner un fundamento sólido y claro en cuanto a la devoción mariana. Desearíamos también que quienes no conocen el rostro materno de María, se les diese a conocer, y para que así sea, le pedimos a ella humildemente su bendición materna.


[1] Cfr. Lc. 1,45.
[2] Cfr. LG. 56.
[3] Cfr. Lc. 1, 28-29.
[4]Cfr. LG. 55.
[5] Cfr. Mt. 1,19.
[6] Cfr. Jn. 19,25.
[7] Cfr. L.G. 67.

BIBLIOGRAFÍA

APARICIO, Francisco. Enciclopedia Mariana “Theotokos” Ediciones Studium, Madrid 1960. Cap. IV, V.

Concilio Vaticano II. Constitución Lumen Gentium. Ediciones San Pablo. Roma, 1965.

ESQUERDA BIFET, Juan. Espiritualidad Mariana de la Iglesia. Sociedad de educación. Atenas. Madrid. 1994. Cap. VI, IX.

GARRIGUET, Luis. La Virgen María. Editorial Lumen Christi, S.A., Bogotá. 1942.

JUAN PABLO II. Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae. Ediciones Paulinas, Roma. 2002.

JUAN PABLO II. Carta Encíclica Redemtoris Mater. Ediciones Paulinas, Roma. 1987.

PABLO VI. Exhortación Apostólica Marialis Cultus. Ediciones Paulinas, Roma, 1974.

TERRIEN. La Madre de los hombres. Cap. II.

TOMAS DE AQUINO. Summa Teológica III, Mariología. Editorial la Católica. Madrid, 1961.

CONTINUACION .... ANALISIS DEL CULTA A MARIA EN LA IGLESIA. CAPITULOS DOS Y TRES


1. CULTO TRIBUTADO A LA VIRGEN MARÍA

La devoción de la Iglesia hacia la Santísima Virgen pertenece a la naturaleza misma del culto cristiano. La veneración que siempre y en todo lugar ha manifestado a la Madre del Señor, desde la bendición de Israel hasta las expresiones de alabanza y súplica de nuestro tiempo, constituye un sólido testimonio de cómo el culto es una invitación a reavivar en las conciencias la fe. Y por el contrario la fe de la Iglesia requiere que por todas partes florezca lozano el culto en relación con la Madre de Cristo.

2.1 Naturaleza del culto a María

El culto que la Iglesia tributa a la Santísima Virgen es un culto especial, esencialmente distinto del culto de latría debido a Dios y diferente del simple dulía tributado a los santos. Está muy por debajo del primero; pero muy por encima del segundo. El culto tributado a María es de orden inferior al de latría, pues, dicho culto solo puede pertenecer a Dios, quien es nuestro creador, nuestro dueño, nuestro principio y nuestro fin; sólo Él puede disponer de cada uno de nosotros, por consiguiente fuera de la Santísima Trinidad, nadie puede pretender al culto de latría ni siquiera la Virgen María, a pesar de su dignidad, sus privilegios, sus virtudes y su gloria.

Al hablar de la Virgen María nadie ha usado un lenguaje diferente, ni sus más fervorosos servidores, y Santo Tomás ha resumido de forma sencilla la doctrina admitida por todos y en todas partes del mundo católico, cuando escribió: “La Virgen bendita, siendo una simple criatura, no tiene derecho al culto de latría, sino únicamente a la veneración del dulía; de modo más eminente, que las otras criaturas, siendo como es la Madre de Dios”[1].

La Iglesia no pretende hacer de la Virgen una especie de diosa, como lo reprochan los protestantes; ve en ella una criatura grande y santa entre todas; pero nada más que una pura criatura, la honra celosamente con diligencia y con amor; pero los honores que le da son muy distintos de los que se da a Dios. Observa entre Dios y María la distancia que ha de separar siempre al creador de la criatura, aun cuando la criatura sea soberanamente perfecta y levantada hasta la dignidad más sublime.

El culto de la Santísima Virgen, siendo muy inferior al de Dios, está muy por encima del tributado a los santos; San Buenaventura nos da un motivo del por qué de esta superioridad: “María es una criatura; por lo cual podría pretender el culto de latría, pero posee un nombre tan excelente que no existe oto semejante entre las criaturas, que el culto que le corresponde no es tampoco el de simple dulía, sino el de hiperdulía. Ahora bien, el nombre que digo es el de Virgen Madre de Dios; nombre de tan alta dignidad, que no sólo los hombres, sino hasta los ángeles lo reverencian de modo muy especial. En efecto, por el mismo hecho de ser Madre de Dios está particularmente elevada por encima de las demás criaturas; por consiguiente, conviene honrarla y venerarla más que a todas ellas. Y esta honra es la que llaman generalmente los maestros hiperdulía”.

El culto de dulía consiste en reconocer la superioridad y la excelencia de un santo y en tributarle, a causa de esta superioridad y de esta excelencia, respeto, amor, alabanza y honor. Si todos los santos tienen derecho a nuestra veneración y nuestros homenajes, no todos tienen derecho a iguales homenajes y veneración. Esta veneración y estos homenajes deben ser proporcionados a la excelencia del santo, es decir a su misión sobrenatural, a sus méritos y a su gloria.

Lo que hace María aún más digna de un culto excepcional que resulta de su plenitud de gracia, es su cualidad de Madre de Dios; cualidad incomparable, dignidad única y sin rival, que la sitúa en los más altos grados de santidad, y le da derecho a nuestro respeto, a nuestra confianza y a nuestro amor. Honramos a los santos como amigos de Dios, pero a María como madre del Mismo.

Son muchos los que sostienen que la diferencia que existe entre el culto a María y el culto a los santos, no solo es una diferencia de grado, sino también una diferencia específica. La hiperdulía no sería sencillamente la dulía llevada a su grado mayor de perfección, sino un culto de naturaleza superior, un culto intermedio entre el culto de latría y el culto de dulía. Esta veneración se inspira en consideraciones tan particulares a María que hacen que contraiga un carácter aparte y que esta diferencia esencial reclame naturalmente una distinción de nombre; el nombre de hiperdulía satisface a tal conveniencia, al mismo tiempo que no permite olvidar que María es una criatura, pero criatura digna de toda alabanza porque de ella salió el sol de justicia, Cristo nuestro Señor.

2.2 Fundamentos del culto a María

El derecho de la Virgen María a un culto, tiene base en su santidad excepcional, en su excepcional dignidad de Madre de Dios, aunque se puede fundamentar también en la parte que tomó en nuestra redención y en las relaciones en que se halla establecida con respecto a nosotros.


Un primer fundamento del culto a María, decimos entonces que es su santidad y la infusión de la gracia en su vida; ha sido objeto de un amor incomparable, predestinada por el Padre para ser Madre del Hijo redentor de toda la humanidad. Donde el Espíritu Santo hace de ella su esposa y su templo de predilección. La vida de María irradia santidad y podemos descubrirlo cuando el ángel Gabriel dirigiéndose a ella la saluda diciendo: “llena de gracia”[2], o cuando Isabel inspirada por el Espíritu Santo le dice: “Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre”[3].

Podríamos asegurar que la santidad de María es única y que ninguna otra criatura podrá igualarla, ni por más que acumuláramos cuanto poseyeron en santidad, dignidad y gloria los profetas, los apóstoles, los mártires, las vírgenes, los confesores, tratando de componer una sola grandeza, no alcanzaría para igualar la grandeza de María. Por consiguiente aunque se reuniesen en un solo culto todos los homenajes de veneración, de admiración, de alabanza, de reconocimiento y amor que merecen todos los elegidos de Dios; tal culto quedaría muy por debajo de aquel que se merece la Virgen, en razón de su plenitud y gracia.

Sin embargo no es éste el principal fundamento del culto a María; el fundamento principal lo constituye la excepcional dignidad de Madre de Dios; “según el anuncio del ángel, recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo, y dio la vida al mundo, es reconocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor”[4]. Con estas palabras el Concilio Vaticano II presenta en síntesis la figura de la Virgen, así es como llegamos a comprender que la maternidad divina es la fuente de todos los privilegios de María; todas sus grandezas, sus glorias y su misma existencia se explican sólo en virtud de su predestinación a Madre de Dios. La Iglesia nos enseña a amar y honrar a María porque es Madre de Dios, porque es Madre de Jesús; y al amarla con esta referencia a Dios, necesariamente nuestra devoción a la Virgen hace más profundo, más delicado nuestro amor a Dios, nuestro amor a Jesús.

Aunque ya desde la eternidad Dios había predestinado a María a ser Madre de su Hijo, no quiso que lo fuese inconscientemente, sino que, llegada la hora de realizar su designio, quiso pedir a la Virgen humilde su consentimiento. El mensaje del ángel revela a María la tan alta misión que Dios le ha reservado: “Tú concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús”. María pregunta y el ángel le explica el misterio de su maternidad, que se obrará sin menoscabo de la virginidad; por eso María da su consentimiento, pronuncia su fiat[5], con todo el amor de su alma, acepta voluntariamente y voluntariamente se abandona en la acción de Dios. “Así María... aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús y abrazando la voluntad salvífica de Dios, con generoso corazón... se consagró totalmente, cual esclava del Señor, a la persona y obra de su Hijo”[6].

Otro fundamento del culto a María es su participación en nuestra redención; al dar su consentimiento para ser Madre del Hijo de Dios, se unión estrechamente no sólo a la persona, sino también a la obra de Jesús. Sabía que el salvador venía a este mundo para redimir al género humano; aceptando, pues, ser su madre, aceptaba también ser la más íntima colaboradora de su misión. “Con razón, pues, los santos Padres estiman a María no como un mero instrumento pasivo, sino como cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia”[7]. Y de hecho María, dándonos a Jesús, que es la fuente de la gracia, colaboró activa y directamente a la difusión de la gracia en nuestras almas.
Un último fundamento del culto a María son las relaciones en que se encuentra con respecto a nosotros; la consideramos como nuestra reina, Madre y protectora. Cada uno de estos títulos le da derecho a nuestros homenajes. El alto puesto que María ocupa por su cualidad de Madre de Dios en la obra de nuestra salvación, justifica plenamente el deseo de una vida de intimidad con ella. Lo mismo que el hijo está tan a gusto junto a su Madre, así nosotros los cristianos vivimos tan a gusto junto a María; por eso nos ingeniamos de mil modos para mantener siempre vivo en nuestra mente el recuerdo de nuestra Madre del cielo. Procuramos, por ejemplo, tener delante de nuestros ojos su imagen, acostumbrándonos a saludarla amorosamente todas las veces que su mirada se encuentra con la nuestra.

2.3 Elementos constitutivos del culto a María

La devoción a María, como cualquier otra devoción debe componerse de tres elementos para ser verdadera: de respeto, de confianza y de amor.

El primer elemento fundamental de todo culto es el respeto, consiste esencialmente en el reconocimiento de la superioridad o de la excelencia de aquel a quien se le tributa; ahora bien, el único modo de manifestar este conocimiento es el respeto. Toda comprobación de una alta preeminencia trae como consecuencia natural provocar un sentimiento de veneración. Lo que corresponde a María debe ser: profunda, filial y efectiva: debe ser profunda, pues el respeto debido a una persona se mide por su categoría y sus cualidades; por ello María, tiene derecho a un respeto particular, a un respeto sin límites. Debe ser filial, pues debemos acercarnos a María con la afectuosa familiaridad que caracteriza las relaciones de un hijo con su madre. Y efectiva, porque debe traducirse en actos y manifestarse en los diversos pormenores de nuestra conducta; inclinándonos a recitar con fervor y atención las oraciones que hacemos en su honor, abrazando con cariño las prácticas consagradas en su honor por la Iglesia.

El segundo elemento es la confianza, y debe acompañarse de un reconocimiento profundo por los innumerables beneficios que hemos recibido. Nuestra confianza en María debe tener, sobre todo, tres cualidades: debe ser sólida, universal y continua. Esta confianza debe conducirnos de modo natural a la oración, con la cual seguramente podremos invocar su intercesión y auxilio para nuestras innumerables dificultades.

El amor es el tercer elemento del culto a María, ella es Madre para cada uno de nosotros, y cada uno, nunca puede dejar de amar a su Madre; no sólo no se puede dejar de amarla, sino que se le ama con un afecto que no se parece a ningún otro. El amor filial es más fuerte que todos los demás amores. El sentimiento que experimenta todo hijo para con aquella que le dio la vida, es un sentimiento de ternura, dulce y profundo, sentimiento que la naturaleza misma ha hecho arraigar en nuestros corazones.
Dios es amor y María que en su calidad de Madre estuvo más cercana y unida a Dios que cualquier otra criatura, fue inundada más que ninguna otra de su amor, María está igualmente llena de amor. Pero la gracia y el amor en que fue colocada desde el principio, no la dispensó del ejercicio activo y constante de la caridad, como tampoco de las demás virtudes. Así nos la presenta el concilio cuando dice: “La Bienaventurada Virgen... cooperó, en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural, de las almas”[8] y repetidas veces la señala como especial modelo de caridad. María que está llena de amor, nos ama a todos como a sus hijos y la preocupación de nosotros debe ser robustecer cada día este amor filial y hacerlo más ardiente, más profundo y constante en nuestra alma, de ser posible, el amor ha de ir más lejos que el respeto y la confianza, pudiendo decir que la nota característica de una verdadera devoción a la Virgen es el amor.

2.4 Legitimidad del culto a María

Cuando se dice que el culto a María es legítimo, no se quiere dar a entender que por ello se defienden absolutamente todas las prácticas de devoción imaginadas para honrar a María, ni que se aprueban todas las fórmulas de que se sirvió la piedad, más sincera que ilustrada, de algunos fieles. No se puede tratar sino del culto tal cual se acaba de explicar, y de las prácticas autorizadas o por lo menos conocidas y toleradas por la Iglesia, como lo trataremos en el siguiente capítulo.

Tras las explicaciones que preceden, es difícil comprender los ataques violentos que dirigen los protestantes al culto que tributamos a la Virgen y a la confianza que le demostramos. Reverenciamos a María como a Madre de Dios, la amamos como a nuestra Madre, la invocamos como nuestra protectora e intercesora. Y nuestra pregunta es ¿dónde está en todo esto la violación de los derechos imprescindibles de Dios, dónde está sobre todo la idolatría? Nosotros afirmamos que María es digna de todos nuestro homenajes, estimamos que tiene derecho a un culto distinto del de los santos ordinarios, pero jamás vino a nadie la idea de reivindicar para ella honores divinos, a nadie por lo menos que conozca las enseñanzas más elementales de la Iglesia.








2. MARÍA EN LA VIDA DE LA IGLESIA Y LA PIEDAD POPULAR

El Concilio Vaticano II, siguiendo la tradición ha dado una nueva luz sobre el papel de la Madre de Cristo en la vida de la Iglesia. “La Bienaventurada Virgen, por el don... de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor..., está también íntimamente unida a la Iglesia. La Madre de Dios es modelo de la Iglesia, en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo”[9]. Ya hemos visto anteriormente como María desde tiempos antiguos ha sido honrado con un culto especial por la Iglesia; ahora, como Virgen y Madre, María es para la Iglesia un modelo perenne. Se puede afirmar que la Iglesia aprende también de María la propia maternidad; reconoce la dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a su naturaleza sacramental, es signo e instrumento de la unión íntima con Dios, lo es por su maternidad, porque, vivificada por el espíritu, engendra hijos e hijas de la familia humana a una vida nueva en Cristo, porque al igual que María está al servicio del misterio de la Encarnación, así la Iglesia permanece al servicio del misterio de la adopción como hijos por medio de la gracia.

La maternidad de María ha de ser comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano como un profundo vínculo hacia su Hijo; por ello la piedad debe mirar la devoción mariana como un camino hacia la devoción eucarística, en la tradición de las familias religiosas, grupos de familias, grupos juveniles, en la pastoral de los santuarios marianos; María debe guiar a los fieles a la Eucaristía.

3.1 Oración mariana de la Iglesia

Desde los primeros siglos, la Iglesia ha sentido necesidad de orar con María, a María, en el contexto de una oración eclesial que es siempre comunión con todos los redimidos. En la oración mariana, la Iglesia considera a María como modelo y ayuda de fidelidad respecto a la palabra y a la voluntad de Dios.

La actitud relacional de María para con la Iglesia, y de ésta para con María, no puede quedarse en simples reflexiones teóricas, sino que como en todos los temas cristianos, debe pasar a la vivencia. La oración mariana de la Iglesia es una vivencia continuada de su desposorio con Cristo, de su asociación a Cristo en la cruz, y de ser continuamente fiel a las nuevas gracias del Espíritu Santo.

La recitación de la primera parte del “Ave María”, y del “Magnificat”, así como la “memoria” de María durante la celebración eucarística, ha sido una práctica habitual de la Iglesia desde los primeros tiempos. Los sentimientos que nacen de esta recitación y celebración se ha ido expresando en otras fórmulas, himnos populares, letanías, rosario, ángelus, etc. Estas oraciones han quedado plasmadas en fórmulas litúrgicas y devociones populares.

“La Iglesia meditando piadosamente sobre ella, contemplándolo a la luz del verbo hecho carne, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su espacio”[10]: La Iglesia al recordar a María, especialmente en la celebración de los misterios de Cristo, imita sus sentimientos de alabanza, gratitud, confianza, humildad, fidelidad, contemplación, asociación... María se encuentra presente, de modo activo y materno, en el camino histórico y litúrgico de la Iglesia. “María es ejemplo de la actitud espiritual en que la Iglesia celebra y vive los diversos misterios”[11].

En este sentido María es figura de oración, figura de Iglesia. Cuando le rezamos nos adherimos a ella al designio del Padre, que envía a su Hijo para salvar a todos los hombres... podemos orar con ella y a ella. La oración de la iglesia está sostenida por la oración de la Virgen María, pues esta se une a ella en la esperanza. “Hay una presencia orante de María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todos los tiempos, porque Ella, asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación”[12]

3.2 Devoción y prácticas de devoción Mariana

Si esta devoción tiene lugar en los momentos de celebrar el misterio de Cristo en la liturgia, entonces se llama culto. A través del año litúrgico y también en la celebración de la Eucaristía y de los demás Sacramentos, La Iglesia recuerda siempre a María y también celebra en ello el fruto de la redención. Entonces se puede hablar de culto Mariano cuando se celebran los misterios cristianos por medio de ceremonias o ritos que no son oficiales, aunque si aprobados por la Iglesia (culto o piedad y religiosidad popular).

El Concilio Vaticano II, expone el significado y el fundamento del culto especial, hacia la Virgen, habla conjuntamente tanto del culto (celebración) como de la devoción (actitud). Es siempre una actitud de veneración y amor, invocación e imitación, como consecuencia práctica de las palabras proféticas de María en el Magnificat. Esta devoción y culto mariano, “que se distingue esencialmente del culto de adoración tributado a Cristo lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo”, se incultura o se aplica en diversos tiempos y lugares, y “teniendo en cuenta el temperamento y manera de ser de los fieles”[13]. Por esto la verdadera devoción a María tiene siempre como finalidad, la relación, imitación y configuración con Cristo, puesto que consiste en reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.

Las actitudes fundamentales para la devoción mariana son: Conocerla, amarla, imitarla, invocarla, celebrarla y se han ido viviendo en una práctica concreta. El Concilio Vaticano II indica en una línea general esta praxis: “Estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia ella recomendados por el Magisterio en el curso de los siglos”[14]. Los directrices del magisterio subrayan la práctica devocional litúrgica, pero no dejan de indicar algunas devociones concretas. “Marialis Cultus” dedica la tercera parte al Ángelus, al Rosario como compendio de todo el evangelio, y no deja de recordar la celebración litúrgica del sábado[15]. En resumen, las prácticas de devoción mariana que se han ido practicando en la comunidad eclesial, en la aprobación de la jerarquía, dentro o fuera de la liturgia, se pueden concretar en los siguientes:

- Oraciones: diversas fórmulas, himnos (en la liturgia o fuera de ella), Ángelus, rosario, letanías, mes de mayo, novenas.
- Imágenes o signos: Iconos, pinturas, estatuas, medallas, escapularios.
- Santuarios: Lugares de culto y devoción, templos dedicados a María, altares, peregrinaciones, apariciones.

Las oraciones e himnos marianos contienen una riqueza incalculable de valores evangélicos y evangelizadores. Las actitudes que suponen o suscitan estas oraciones se resumen en el amor a Dios y al prójimo, a la luz del misterio de Cristo meditado y vivido por María. Se admira y agradece lo que Dios ha hecho en ella por los méritos de Cristo redentor, se suscita una actitud de humildad e imitación suya y se recuerda su presencia activa y materna en medio de la Iglesia. Por esto la iglesia pide confiadamente su intercesión a favor de toda la humanidad, sintiéndose madre como María.

La devoción y las prácticas de devoción mariana necesitan una atención permanente por parte de la Iglesia para que conserven y profundicen sus líneas de fuerza, es decir, su dimensión trinitaria, cristológica y eclesial. En cuanto a la renovación y actualización de esta práctica devocional, habrá de acentuarse la dimensión bíblica, litúrgica, ecuménica, antropológica.

3.3 Algunos ejercicios de piedad recomendados por el Magisterio.

No se trata de hacer aquí un elenco completo de todos los ejercicios de piedad recomendados por el magisterio. Sin embargo, se recuerdan algunos que merecen especial atención, para ofrecer algunas indicaciones sobre su desarrollo y sugerir, si fuera necesario alguna corrección.

3.3.1 El Ángelus

El ángelus es la oración tradicional con que los fieles, tres veces al día, (esto es, en la mañana, al medio día y en la tarde), conmemoran el anuncio del ángel Gabriel a María. El Ángelus, es pues, un recuerdo del acontecimiento salvífico por el que, según el designio del Padre, el Verbo, por obra del Espíritu Santo, se hizo hombre en las entrañas de la Virgen María.
La recitación del Ángelus está profundamente arraigada en la piedad del pueblo cristiano y es alentada por el ejemplo de la Iglesia. En algunos ambientes, las nuevas condiciones de nuestros días no favorecen su recitación, pero en otros muchos las dificultades son menores, por lo cual se debe procurar por todos los medios que se mantenga viva y se difunda esta devoción, sugiriendo al menos la recitación de tres avemarías. La oración del ángelus, por “su sencilla estructura, su carácter bíblico, su ritmo casi litúrgico, que santifica diversos momentos de la jornada, su apertura al misterio pascual, a través de los siglos conserva intacto su valor y su frescura”[16].

Incluso es deseable que, en algunas ocasiones, sobre todo en las comunidades religiosas, en los santuarios dedicados a la Virgen María, durante la celebración de algunos encuentros, el ángelus sea solemnizado, por ejemplo, mediante el canto del Ave María, la proclamación del Evangelio de la anunciación y el roque de campanas.

3.3.2 El Rosario

El rosario es una de las oraciones más excelsas a la Madre del Señor. La Iglesia invita repetidamente a los fieles a la recitación frecuente del rosario, oración de impronta bíblica, centrada en la contemplación de los acontecimientos salvíficos de la vida de Cristo, a quien estuvo asociada estrechamente la Virgen María. Son numerosos los testimonios de los pastores y hombres de vida santa sobre el valor y eficacia de esta oración. El rosario es una oración esencialmente contemplativa cuya recitación “exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezcan, en quien ora, la meditación de los misterios de la vida del Señor”[17]. También se encuentra expresamente recomendado en la formación y en la vida espiritual de los clérigos y de los religiosos.

El rosario consiste en la recitación de doscientos avemarías, intercalados por la oración del Padrenuestro que las divide en veinte decenas, en cada una de las cuales se anuncia un misterio de la redención cristiana. El rosario es la oración más conocida y usada entre los católicos. Se reza haciendo correr entre los dedos los granos de las avemarías y de los padrenuestros, unidos por una cadenilla llamada corona del rosario. Los misterios están constituidos por hechos de historia evangélica y divididos en cuatro series relativas al gozo, al dolor, a la luz y a la gloria de Jesús y María.
El rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrado en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. En él resuena la oración de María, su perenne magnificat por la obra de la encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande. Precisamente el rosario, a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa; como ya lo habíamos dicho.

Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como lo subraya Pablo VI: “Sin contemplación, el rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: “Cuando oréis, no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad” (Mt. 6,7)”[18].

Para los que acostumbran a rezar una de las cuatro partes del rosario, los misterios se han distribuido en los días de la semana así: Gozosos (lunes y Sábado); Dolorosos (martes y viernes ); Gloriosos (miércoles y domingo) y Luminosos (jueves).

3.3.3 Las letanías de la Virgen

Entre las formas de oración a la Virgen, recomendados por el magisterio, están las letanías. Consisten en una prolongada serie de invocaciones dirigidas a la Virgen, que, al sucederse una a otra de manera uniforme, crean un flujo de oración caracterizado por una insistente alabanza-súplica. Las invocaciones generalmente son muy breves, constan de dos partes: la primera de alabanza (“Virgen clemente”), al segunda de súplica (ruega por nosotros). En muchos fieles se ha creado la convicción errónea de que las letanías eran como una especie de apéndice del rosario. En realidad, las letanías son un acto de culto por sí mismas: pueden ser el elemento fundamental de un homenaje a la Virgen, pueden ser un canto procesional, formar parte de una celebración de la palabra de Dios o de otras estructuras cultuales.

3.3.4 Triduos, septenarios, novenas marianas

Generalmente una fiesta por su carácter culminante, suele estar preparado y precedida por un triduo, septenario o novena. Estos tiempos y modos de la piedad popular, se deben desarrollar en armonía con los tiempos y modos de la liturgia; estos pueden constituir una oración propicia no sólo para realizar ejercicios de piedad en honor de la Virgen, pueden servir para presentar a los fieles una visión adecuada del lugar que ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia, es más, se deben convertir, sin que cambie su naturaleza en medios de catequesis para su difusión y un mejor conocimiento.

Los triduos, septenarios y novenas, servirán para preparar verdaderamente la fiesta, así los fieles se sentirán movidos a acercarse a los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía y a renovar su compromiso cristiano a ejemplo de María, la primera y más perfecta discípula de Cristo.

La devoción y las prácticas de la devoción mariana que acabamos de resumir, se encuentran de modo especial en las manifestaciones piadosas o religiosas de la comunidad eclesial. Es la piedad o religiosidad popular. En ella se manifiesta la adhesión a la fe por medio de expresiones culturales, en vistas a un encuentro vivencial (personal y comunitario) con Dios en Jesucristo. De hecho, es un tema que pertenece también al campo de la inculturación: la inserción de los valores evangélicos en las raíces de un pueblo y de su cultura. Sin esta inculturación, la acción evangelizadora quedaría en la superficie.

[1] Summa Theológica, Tomo III. Cap. XXV. Art. 5.
[2] Lc. 1,28.
[3] Cfr. Lc. 1,42.
[4] Cfr. LG. 53.
[5] El “Sí” de María, es la aceptación plena frente a la voluntad del Padre.
[6] Cfr. LG. 56.
[7] Cfr. LG. 56.
[8] Cfr. LG. 61
[9] Cfr. L.G. 63.
[10] Cfr. L.G. 65.
[11] “Marialis Cultus”. N. 16.
[12] Ibid. N. 18.
[13] Cfr. LG. 66.
[14] Cfr. LG. 67.
[15] Exhort. Apost. “Marialis Cultus”. De Pablo VI (1974). La exhortación presenta: El culto a la Virgen en la Liturgia (1parte) renovación de la piedad mariana (2ª parte). Indicaciones sobre los ejercicios de piedad (ángelus y rosario) (5ª parte).
[16] Pablo VI. Exhortación apostólica, Marialis cultus”, 41.
[17] Pablo VI. Exhortación Apostólica Marialis Cultos. N. 47.
[18] Pablo VI. Exhortación Apostólica, Marialis Cultos. N. 47.

ANALISIS DEL CULTO MARIANO EN LA IGLESIA.



JUSTIFICACIÓN

El alto puesto que María ocupa por su cualidad de Madre de Dios en la obra de nuestra salvación, justifica el deseo de realizar este trabajo de Investigación, que se titula “Análisis del culto Mariano en la Iglesia”. Me parece sumamente importante analizar con especial cuidado el culto que la Iglesia da a María, sobre todo porque es su madre en cuanto que fue predestinada desde toda la eternidad para ser la Madre de Aquel que debía dar la vida a la Iglesia misma.

Para desarrollar este trabajo partiré del análisis de la Exhortación Apostólica “Marialis Cultos” de Pablo VI, del Concilio Vaticano II, la Constitución “Lumen Gentium” en el capítulo VIII. Además analizaré otros autores y otros documentos del Magisterio de la Iglesia que hacen referencia al tema.

Mi propósito al realizar este trabajo es recordar a la gente que el culto a María no es un sentimiento estéril, ni pasajero, tampoco es una vana creencia, sino por el contrario, es un sentimiento que procede de la fe verdadera, que nos lleva a conocer la figura de una madre. La madre de Dios y Madre nuestra. También para invitar a todos los bautizados a que cultiven generosamente el culto a la Bienaventurada Virgen para que estimen las prácticas y ejercicios de piedad, hacia ella recomendados por el Magisterio.







OBJETIVOS

OBJETIVO GENERAL


Presentar al pueblo de Dios la Bienaventurada Virgen María y su relación íntima con la Iglesia, en cuanto que es su figura y modelo en el orden de la fe, la caridad y la perfecta unión con Cristo.


OBJETIVOS ESPECÍFICOS

- Mostrar el origen, el desarrollo del culto a María en la Iglesia.

- Profundizar en el conocimiento del verdadero culto a María, dando a conocer fundamentos, motivos, que lo hacen legítimo.

- Expresar que la piedad popular es diversas en sus expresiones y profunda en sus causas, es un hecho que brota de la fe y del amor del pueblo de Dios a Cristo, quien reconoce no solo a María como madre del Redentor, sino madre de todos nosotros.

- Resaltar las cualidades, virtudes y grandezas de María, con las cuales nos enseña como permanecer en el amor perfecto de Dios.
1. ORIGEN DEL CULTO A MARÍA

1.1 Primeros indicios de este culto

No existía María, sino en el pensamiento Divino, y ya era objeto del culto anticipado para el cielo y la tierra, hablamos aquí de la predestinación de María pues, Dios ya reservaba para ella maravillosos privilegios y gracias excepcionales, la preparaba para la dignidad más alta: Ser la madre de su Hijo.

Después de la caída, la presentó al mundo como la figura liberadora de la humanidad, los patriarcas la vislumbraban y saludaban desde lejos, en su fe[1], los profetas contaban de antemano sus grandezas, anunciaban su destino, celebraban su misión, y jamás separaban de sus visiones la persona adorable del redentor deseado[2].

En el Nuevo Testamento es donde el misterio se ilumina, ya lo hacía presentir el nacimiento milagroso de María; la escena de la anunciación narrada por San Lucas, coloca en plena luz el rostro de María; siguiendo el evangelio en pos de la Virgen Madre, llegamos junto a Isabel para oírla cantar ese maravilloso Magnificat en que ella misma se sitúa entre los pobres y los humildes, luego observamos el silencio de María ante la inquietud de José: Y nos damos cuenta que el secreto no era suyo, y es Dios quien lo revela, colmando de alegría a José en su humildad. Más tarde Belén se muestra inhospitalario, y María hubo de dar a luz a su Hijo en un pesebre, allí lo mostró a los pastorcillos y aceptó de los magos el homenaje y los presentes. El evangelio nos hace contemplar también la tristeza y la angustia de María, cuando su niño de 12 años desapareció y que más tarde fue encontrado en el templo: Hemos de sentir alegría y emoción al ver a María intercediendo ante Jesús en las bodas de Caná, “No tienen vino”, en un momento Jesús se muestra indiferente pero accede a la petición de su Madre.

Una última visión que el evangelio nos muestra a María, es cuando está al pie de la cruz, donde Jesús la entrega a su discípulo Juan, como su Madre; con estas líneas podemos decir que acaba el evangelio de María, pero San Ireneo acentúa la grandeza del papel de María: “El hombre fue castigado y, después de su caída, quedó sujeto a la muerte a causa de una virgen desobediente; de igual modo a causa de una Virgen dócil a la Palabra de Dios, el hombre ha sido regenerado en el hogar de la vida”.

Es todo lo que sabemos acerca de María: Vivió sobre la tierra como cada uno de nosotros, colaboró en la redención y nos pertenece, pues “He aquí vuestra Madre” dijo su Divino Hijo.

1.1.1 Honores tributados a María en vida

Se puede decir que el culto a María se inauguró en la humilde casa de Nazareth por su esposo José, quien siempre rodeó a su virginal esposa de respeto y abnegación; también por Jesús, quien dio constantemente a su santa madre las demostraciones del más tierno amor, de la entrega más filial y de la obediencia más afectuosa.

No tardó en pasar el culto de este santuario familiar al exterior. A pesar del cuidado de la Santísima Virgen para permanecer siempre escondida, para llevar una vida apartada y no mezclarse en la vida pública de Jesús, a pesar de todo no podía impedir que recayese sobre ella algo de la gloria que iba tan unida a su Hijo; al ver los prodigios que hacía, escuchando las enseñanzas tan puras y elevadas que daba, comprobando el entusiasmo que despertaba a su paso, las multitudes pensaban: “Benditas las entrañas que te llevaron y los pechos que te amamantaron” (Lc. 11,27).

Los apóstoles fueron también quienes rodearon a María de ternura, de respeto y de profunda veneración, la miraron como a su madre, uniendo a ella un afecto completamente filial. A raíz de la muerte de Cristo. Juan la tomó en su casa, y no se puede dudar que la rodeará de cariño y amor; otro tanto harían los demás apóstoles.

San Mateo recoge de ella el relato de la Anunciación, así como el del anuncio a José y el de la visita de los reyes magos. Pero San Lucas es el que parece más interesado de recoger todos los recuerdos de María sobre la vida y la pasión de nuestro Señor. Para la infancia, ¿de dónde se habría informado, sino estando cerca de ella? Su evangelio fue escrito entre los años 55 y 60, y es él quien nos habla de los pastores y de la venida de Jesús a Jerusalén cuando tenía 12 años.

1.2 Importancia del culto a María a partir del Concilio de Éfeso

¿Qué lugar ocupa la figura de la Virgen en la vida de la Iglesia durante los primeros siglos? A esta pregunta podríamos responder teniendo en cuenta tanto la naturaleza del culto mariano, tanto las intervenciones de los Padres de la Iglesia al respecto. Estos vieron con claridad la relación existente entre la Virgen y su Hijo; si hablan de María, lo hacen porque ven en ella a la madre del Dios encarnado. De hecho bien sabemos, que Cristo en virtud de su nacimiento de María, es hombre verdadero, mientras que por su eterna generación del Padre, es Dios verdadero.

Esto es lo que define el Concilio de Éfeso, el tercer gran concilio ecuménico (431) y el primero que se refiere explícitamente a María como la Madre de Dios “Theotokos”. En este contexto los padres quisieron mostrar el milagro del nacimiento virginal de Jesús de María, que aparecía ante ellos como el signo inequívoco de la divinidad del niño, venido al mundo de un modo tan extraordinario y prodigioso. A través de la meditación de la Sagrada Escritura, los Padres alcanzaron a comprender y a explicitar otra gran verdad Mariana: La colaboración de la Santísima Virgen en la obra de salvación. Esta vocación a colaborar con el Dios redentor se hacía evidente en la posición de María junto a Cristo, el nuevo Adán, en calidad de nueva Eva y como tal, María reparó el mal de la primera Eva a través de su comportamiento, con respecto a la conducta de ésta última en el paraíso.
Dentro de la historia de la Iglesia, el Concilio de Éfeso ha marcado al mismo tiempo un punto de llegada y otro de partida. En él, el discurso sobre Cristo se convierte en central y por tanto, la figura de la madre de Dios, al estar íntimamente ligada a la de su Hijo, pasa a ocupar un primer plano en la reflexión de los padres de la Iglesia.

La definición explícita de la maternidad divina de María, proclamada en un primer plano, y solemnemente en ese concilio, llenó a los cristianos, especialmente en Oriente, de estupor y admiración; ¿cómo podría llevar María en su seno al Hijo de Dios? y ¿cómo podría llamar Hijo suyo, al Hijo de Dios? Los mismos cuestionamientos provocaban su maternidad virginal y su pureza inmaculada.
La misma reacción popular frente a la posición ambigua y titubeante de Nestorio[3], y la posterior acogida gozosa de las decisiones, Concilio de Éfeso, “El culto de pueblo de Dios hacia María ha crecido admirablemente en veneración y amor, en oración e imitación”[4] . Se expresó especialmente en las fiestas litúrgicas, entre las que desde el principio del siglo V, asumió particularmente un relieve “el día de Theotokos”[5], celebrado el 15 de agosto en Jerusalén y que sucesivamente tomó el nombre de la fiesta de la Asunción.

A partir de este Concilio, empiezan tiempos nuevos, la Iglesia se reorganiza y ocupa su puesto en el mundo; aprovecha su libertad, que le ha sido concedida, y da a María un culto de mucho esplendor; se multiplican los templos dedicados en su honor, se instituyen algunas fiestas para honrar su nombre. Sacerdotes, religiosos, fieles, bajo la mirada benévola de la Iglesia, manifiestan a María su veneración afectuosa; ya no se teme proclamar sus grandezas, su nombre resuena en todos los púlpitos, y todos invocan su poderosa intercesión en todas las necesidades. Su dulce y tierna imagen está presente en todos los hogares y es mirada como patrona y modelo al mismo tiempo.

1.3 El culto litúrgico en los primeros siglos

La Iglesia, por tanto, estableció un creciente y variado culto a la Virgen; a esto le siguió el resto del desarrollo de su pensamiento teológico, como ocurría en todos los demás campos de la teología cristiana. Desde el punto de vista histórico, un primer momento es el que va desde los primeros tiempos de la Iglesia hasta el Concilio de Éfeso. Se trata de un período preparatorio que culminó con una apoteosis litúrgica. Durante este período crece cada vez con más fuerza y claridad la veneración de la Virgen las distintas formas de culto litúrgico y las fiestas propiamente dichas. Una importante fiesta mariana la encontramos ya en la segundad mitad del siglo IV en Oriente y en el siglo VI en Occidente. Esto no suponía ninguna dificultad contra el culto mariano en cuanto que las litúrgicas no habían alcanzado todavía en este período la fisonomía que alcanzaría posteriormente.

El desarrollo del pensamiento teológico alrededor de la figura de Cristo durante el siglo IV pone cada vez más en evidencia el papel esencial de la Virgen en la redención, y al mismo tiempo se acrecienta el concepto de su suma santidad. La expresión “toda santa” surge en la primera mitad del siglo IV referida a la Virgen. La encontramos por primera vez en el escritor eclesiástico Eusebio y posteriormente se convertirá en expresión común de la literatura bizantina.

Por otro lado, tampoco falta desde tiempos apostólicos una gran devoción hacia María, la madre del Señor, aunque todavía no hubiera una fiesta litúrgica, como tampoco la había para muchos aspectos de la vida del Señor. Dicha devoción tenía su fundamento en la Sagrada Escritura. Los Hechos de los Apóstoles la presentan junto a los discípulos a la espera del Espíritu Santo[6]. Los Padres apostólicos, como San Ignacio, pone de relieve su maternidad divina. Durante el siglo II, Justino en Roma, Ireneo en Lyon y Tertuliano en Cartago, partiendo del paralelismo Adán-Cristo, inculcado con fuerza por San Pablo[7], desarrollan el paralelismo análogo: Eva – María. La antiquísima fórmula del símbolo bautismal, el credo (siglo II) evocaba continuamente a los fieles la grandeza de María como Virgen y madre del Salvador: “Natum ex Maria Virgine”[8]. Todo esto demuestra la especial veneración de las primeras generaciones cristianas hacia ella. Un reflejo significativo de dicha veneración, junto al testimonio de la confianza en la intercesión de la Virgen, la ofrecen los abundantes monumentos del arte funerario romano de los siglos II y III, con imágenes de la Virgen en las catacumbas.

María como comprensión de la virginidad cristiana, desde el comienzo de la Iglesia, siempre fue propuesta como modelo por los padres. A partir del siglo III, con la difusión del monacato, de la vida consagrada y del ideal de virginidad y obediencia en muchos cristianos, se toma a María como modelo de virginidad cristiana. Ya en los siglos V y VI encontramos en la vida litúrgica de la Iglesia expresiones concretas en honor a la Virgen que expresan dicha fe convencida y confiada en su intercesión ante Cristo. De ese modo, en el Canon Romano de la misa encontramos que se nombra a María en primer lugar.

1.4 Universalidad del culto a María

Si hay algo que se pueda poner en comparación con la magnificencia de este culto, es ciertamente su universalidad. Se encuentra en todas partes, en ningún lugar separan los fieles la piedad para con la madre de la que consagran al Hijo; son distintas esencialmente pero se reclaman mutuamente y no pueden dejar de estar unidas. Algunos santos se ven honrados más particularmente, en determinado país; María se ve honrada igualmente en todos los pueblos y en todos lo es espléndidamente.


María se ve honrada en todo lugar, en Oriente como en Occidente; los protestantes son los únicos que le han negado sus honores, la han desterrado de sus templos, al mismo tiempo que expulsan la Sagrada Eucaristía. Podemos ver con seguridad que su culto ha llegado a ser tan frío, como lo son sus iglesias, falta en ellas lo que debe ser la joya, el sol y la vida.

María no solo lleva el título de reina del universo, sino que lo es de un modo efectivo, y recibe de todos los hombres honores tributados a tan alta dignidad; hace ya mucho tiempo que se realiza o se repite estas palabras brotadas de sus labios: “Beabam me dicent omnes generatioenes”[9].

Es muy bueno resaltar, que en nuestros días no es menos universal el culto dado a María que los días más hermosos de los siglos de la fe. “Nunca hubo peregrinaciones más piadosas y entusiastas; nunca más santuarios construidos en honor a María; nunca más muchedumbres afanosas corriendo a sus altares. Jamás tampoco mostró María, con signos mas deslumbrantes, que es nuestra madre. Allí mismo, donde parecía que su culto había sido abolido para siempre, retornan a ella los corazones para que ella, a su vez, los entregue a la Iglesia, que habían abandonado”[10]. Hoy lo mismo que antaño, se extiende su reino a la par que el de Dios y se puede que tienen en la tierra idénticos límites.

[1] Cfr. Gén. 3,15
[2] Cfr. Is. 7,14
[3] Nestorio fue quien se encargó de propagar la herejía mariológica, negando la maternidad divina de María.
[4] Cfr. L.G. 66.
[5] El día de la Madre de Dios.
[6] Cfr. Hch. 1,14.
[7] Cfr. R. 5, 12-21
[8] “Nació de María Virgen”.
[9] “Todas las naciones me llamarán bienaventurada”.
[10] TERRIEN, La Madre de los hombres, Cap. 11. Pág. 389.

viernes, 9 de noviembre de 2007

SAN FELIPE NERI. - BREVE HISTORIA DE UNA GRAN VIDA -


Felipe Neri, El Apóstol de Roma, nació en Florencia, Italia, el 22 de julio de 1515 y murió el 26 de mayo de 1595. Fundador de la Congregación del Oratorio

Sus primeros años.

Hijo de
Francesco y Lucrecia, quien falleció cuando Felipe aún era un niño. Felipe tuvo dos hermanas menores, Caterina y Elisabetta y un hermano que murió siendo aún muy niño.
Su padre, quien alternaba su profesión liberal con la de notario, mantenía gran amistad con los
dominicos, siendo de los frailes del Monasterio de San Marcos de los que recibiría Felipe Neri muchas de sus primeras enseñanzas religiosas.
Felipe estudió
humanidades y a la edad de dieciséis años fue enviado a ayudar en los negocios a un primo de su padre en San Germano, cerca de Monte Cassino. Felipe a menudo se retiraba a una pequeña capilla de la montaña que pertenecía a los benedictinos de Monte Cassino. Fue aquí donde su vocación se hizo definida y en 1533 decidió marchar a Roma.

Vida laica en Roma

Felipe Neri en Roma amistó con
Galeotto Caccia, un aduanero florentino, que le dio una habitación en su casa y la manutención a cambio de que emprendiera la educación de sus dos hijos. Mientras era tutor de los niños estudió filosofía en la Sapienza, y teología en la escuela de los agustinos y escribió la mayor parte de la poesía que compuso tanto en latín como en italiano de la que solamente algunos sonetos han perdurado.
Felipe se encontró en Roma con una
Iglesia en donde el colegio cardenalicio era gobernado por los Medici, de suerte que muchos cardenales se comportaban más bien como príncipes seculares que como eclesiásticos. Parte del clero había caído en la indiferencia, cuando no en la corrupción y muchos sacerdotes no celebraban la misa sino rara vez, dejaban arruinarse las iglesias y se desentendían del cuidado espiritual de los fieles. Al mismo tiempo, el pueblo romano parecía haberse alejado de la fe cristiana. La tarea de Felipe habría de consistir en reevangelizar la ciudad de Roma, por lo que un día se le llamaría el Apóstol de Roma. Felipe, aún laico, comenzó dirigiéndose a las gentes en mercados y plazas, e inició visitas a hospitales, induciendo a otros a acompañarlo.

Hacia
1544 amistó con San Ignacio de Loyola, a quien quiso seguir como misionero en Asia, aunque finalmente desistió porque deseaba continuar con la labor iniciada en Roma, constituyendo el núcleo de lo que después se convirtió en la Hermandad del Pequeño Oratorio.
Aunque Felipe rezaba principalmente en la
iglesia de San Eustachio, muy cerca de la casa de Caccia, fue en las catacumbas de San Sebastiano donde tuvo lugar, en 1544, el que se conoce en la tradición cristiana como milagro de su corazón (su corazón creció de tal manera que algunas costillas se quebraron).
Durante sus últimos años de laico Felipe extendió su apostolado. En
1548, junto con su confesor, Persiano Rosa, fundó la Confraternidad de la Santísima Trinidad, conocida como la cofradía de los pobres, para ocuparse de los peregrinos y convalecientes. Sus miembros se reunían para la comunión, la oración y otros ejercicios espirituales en la iglesia de San Salvatore in Campo, y el propio Felipe introdujo la exposición del Santísimo Sacramento una vez al mes y difundir así la devoción de las cuarenta horas (adoración Eucarística).

Sacerdocio

El
23 de mayo de 1551, por mandato del propio Persiano Rosa, entró en el sacerdocio, y se fue a vivir a San Girolamo della Carita, donde la principal regla era vivir en caridad con sus hermanos. Entre los nuevos compañeros de Felipe, estaban Persiano Rosa y Buonsignore Cacciaguerra.
En
1559, Felipe comenzó a organizar visitas regulares a las siete iglesias, en compañía de sacerdotes y religiosos, así como de laicos. Estas visitas fueron la ocasión de una corta pero aguda persecución religiosa al haber sido denunciado como creador de nuevas sectas. El cardenal vicario le convocó y le reprendió, siendo suspendido de oír confesiones, pero al cabo de dos semanas quedó probada su inocencia ante las autoridades eclesiásticas.
En
1562, aceptó el cargo de párroco de la iglesia San Giovanni dei Fiorentini (la de los florentinos en Roma), sin embargo, como se resistía a abandonar San Girolamo, permaneció en este templo a pesar de convertirse en párroco de San Giovanni.

La Hermandad del Pequeño Oratorio fue creciendo y en
1575 fue formalmente reconocida por Gregorio XIII como la Congregación del Oratorio, y se le concedió la iglesia de Santa María in Vallicella, donde los religiosos se instalaron en 1577, año en el que inauguraron la Chiesa Nuova, construida en el sitio de la vieja Santa María, y donde trasladaron los ejercicios a un nuevo oratorio, aunque Felipe permaneció en San Girolamo hasta 1583, dejando entonces su viejo hogar e instalándose en Santa María de la Vallicella. En 1593 dimitió el cargo de superior que le había sido conferido de por vida.
La personalidad de Felipe atrajo al cardenal
Niccolo Sfondrato, quien al convertirse en el Papa Gregorio XIV, en 1590, deseó nombrar cardenal a Felipe Neri, pero él no aceptó.

Muerte, beatificación y canonización.

Los últimos años de su vida fueron marcados por alternativas de enfermedad y recuperación. El
12 de mayo de 1595 el cardenal Baronio, que le había sucedido como superior, le dio la extremaunción. El 26 de mayo, a la edad de 80 años, expiró.
San Felipe de Neri fue beatificado por
Pablo V en 1615, y canonizado por Gregorio XV en 1622. En el santoral católico su onomástica se celebra el 26 de mayo.

Congregación del Oratorio.

En
1564 el Papa Pío IV pidió a San Felipe que asumiera la responsabilidad de la Iglesia de San Giovanni de los Fiorentinos. Fueron entonces ordenados tres de sus discípulos. Los religiosos vivían y oraban en comunidad, bajo la dirección de Felipe Neri.
Con el beneplácito del Papa
Gregorio XIII, San Felipe y sus colaboradores adquirieron, en 1575, su propia Iglesia, Santa María de Vallicella, que se encontraba casi en ruinas y resultaba demasiado pequeña, por lo que Felipe Neri decidió demolerla y construir una más grande, la llamada "Chiesa Nuova".
El Papa aprobó formalmente la Congregación del Oratorio. Era única en que los sacerdotes eran seculares que vivían en comunidad pero sin votos. Los miembros retenían sus propiedades pero debían contribuir en los gastos de la comunidad. Los que deseaban tomar votos estaban libres para dejar la Congregación y unirse a una orden religiosa. El instituto tenía como fin la oración, la predicación y la administración de los sacramentos.
La congregación, no recibió el reconocimiento final de sus constituciones hasta 17 años después de la muerte de su fundador, en
1612

miércoles, 7 de noviembre de 2007

MI HISTORIA.


Nací en la ciudad de Ipiales el 6 de marzo de 1984, mis padres son: Emilio Gaitan Obando y Rosa Riaño.
Mis estudios primarios los realice en una escuela rural en la vereda de Tequez, y los termine en la escuela de la vereda la Orejuela. Mis estudios secundarios los realice en el Colegio Agropecuario Mixto San Lorenzo de Yaramal, y obtube el titilo de bachiller el año 2001.

Mi experiencia en la Congragacion de San Felipe Neri, la inicie el 3 de noviembre de 2003, Me recibió el Pbro. Isnardo Serrano, quien en el momento era el Prepósito de la comunidad. La comunidad me acogio como a una más de sus hijos, y poco a poco me ha ido enseñando el camino de la espiritualidad filipense. Ya he pasado por la experiencia del año de aspirantado, de postulantado y el año canonico del Noviciado, el cual lo realice en la ciudad de pasto, mi formador fue el Pbro. Roberth humberto Romo. termine el 21 de julio del 2007.

Ahora tengo el privilegio de continuar mi prceso de formación en el reconocido Seminario de Cristo Sacerdote, en la Ceja - Antioquia. En el momento estoy finalizando el año de propedeutico, año que nos ayuda a discernir nuestra vocación y a coger impulso para iniciar la Filosofia.

Estos son mis compañeros.