lunes, 12 de noviembre de 2007

CONTINUACION .... ANALISIS DEL CULTA A MARIA EN LA IGLESIA. CAPITULOS DOS Y TRES


1. CULTO TRIBUTADO A LA VIRGEN MARÍA

La devoción de la Iglesia hacia la Santísima Virgen pertenece a la naturaleza misma del culto cristiano. La veneración que siempre y en todo lugar ha manifestado a la Madre del Señor, desde la bendición de Israel hasta las expresiones de alabanza y súplica de nuestro tiempo, constituye un sólido testimonio de cómo el culto es una invitación a reavivar en las conciencias la fe. Y por el contrario la fe de la Iglesia requiere que por todas partes florezca lozano el culto en relación con la Madre de Cristo.

2.1 Naturaleza del culto a María

El culto que la Iglesia tributa a la Santísima Virgen es un culto especial, esencialmente distinto del culto de latría debido a Dios y diferente del simple dulía tributado a los santos. Está muy por debajo del primero; pero muy por encima del segundo. El culto tributado a María es de orden inferior al de latría, pues, dicho culto solo puede pertenecer a Dios, quien es nuestro creador, nuestro dueño, nuestro principio y nuestro fin; sólo Él puede disponer de cada uno de nosotros, por consiguiente fuera de la Santísima Trinidad, nadie puede pretender al culto de latría ni siquiera la Virgen María, a pesar de su dignidad, sus privilegios, sus virtudes y su gloria.

Al hablar de la Virgen María nadie ha usado un lenguaje diferente, ni sus más fervorosos servidores, y Santo Tomás ha resumido de forma sencilla la doctrina admitida por todos y en todas partes del mundo católico, cuando escribió: “La Virgen bendita, siendo una simple criatura, no tiene derecho al culto de latría, sino únicamente a la veneración del dulía; de modo más eminente, que las otras criaturas, siendo como es la Madre de Dios”[1].

La Iglesia no pretende hacer de la Virgen una especie de diosa, como lo reprochan los protestantes; ve en ella una criatura grande y santa entre todas; pero nada más que una pura criatura, la honra celosamente con diligencia y con amor; pero los honores que le da son muy distintos de los que se da a Dios. Observa entre Dios y María la distancia que ha de separar siempre al creador de la criatura, aun cuando la criatura sea soberanamente perfecta y levantada hasta la dignidad más sublime.

El culto de la Santísima Virgen, siendo muy inferior al de Dios, está muy por encima del tributado a los santos; San Buenaventura nos da un motivo del por qué de esta superioridad: “María es una criatura; por lo cual podría pretender el culto de latría, pero posee un nombre tan excelente que no existe oto semejante entre las criaturas, que el culto que le corresponde no es tampoco el de simple dulía, sino el de hiperdulía. Ahora bien, el nombre que digo es el de Virgen Madre de Dios; nombre de tan alta dignidad, que no sólo los hombres, sino hasta los ángeles lo reverencian de modo muy especial. En efecto, por el mismo hecho de ser Madre de Dios está particularmente elevada por encima de las demás criaturas; por consiguiente, conviene honrarla y venerarla más que a todas ellas. Y esta honra es la que llaman generalmente los maestros hiperdulía”.

El culto de dulía consiste en reconocer la superioridad y la excelencia de un santo y en tributarle, a causa de esta superioridad y de esta excelencia, respeto, amor, alabanza y honor. Si todos los santos tienen derecho a nuestra veneración y nuestros homenajes, no todos tienen derecho a iguales homenajes y veneración. Esta veneración y estos homenajes deben ser proporcionados a la excelencia del santo, es decir a su misión sobrenatural, a sus méritos y a su gloria.

Lo que hace María aún más digna de un culto excepcional que resulta de su plenitud de gracia, es su cualidad de Madre de Dios; cualidad incomparable, dignidad única y sin rival, que la sitúa en los más altos grados de santidad, y le da derecho a nuestro respeto, a nuestra confianza y a nuestro amor. Honramos a los santos como amigos de Dios, pero a María como madre del Mismo.

Son muchos los que sostienen que la diferencia que existe entre el culto a María y el culto a los santos, no solo es una diferencia de grado, sino también una diferencia específica. La hiperdulía no sería sencillamente la dulía llevada a su grado mayor de perfección, sino un culto de naturaleza superior, un culto intermedio entre el culto de latría y el culto de dulía. Esta veneración se inspira en consideraciones tan particulares a María que hacen que contraiga un carácter aparte y que esta diferencia esencial reclame naturalmente una distinción de nombre; el nombre de hiperdulía satisface a tal conveniencia, al mismo tiempo que no permite olvidar que María es una criatura, pero criatura digna de toda alabanza porque de ella salió el sol de justicia, Cristo nuestro Señor.

2.2 Fundamentos del culto a María

El derecho de la Virgen María a un culto, tiene base en su santidad excepcional, en su excepcional dignidad de Madre de Dios, aunque se puede fundamentar también en la parte que tomó en nuestra redención y en las relaciones en que se halla establecida con respecto a nosotros.


Un primer fundamento del culto a María, decimos entonces que es su santidad y la infusión de la gracia en su vida; ha sido objeto de un amor incomparable, predestinada por el Padre para ser Madre del Hijo redentor de toda la humanidad. Donde el Espíritu Santo hace de ella su esposa y su templo de predilección. La vida de María irradia santidad y podemos descubrirlo cuando el ángel Gabriel dirigiéndose a ella la saluda diciendo: “llena de gracia”[2], o cuando Isabel inspirada por el Espíritu Santo le dice: “Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre”[3].

Podríamos asegurar que la santidad de María es única y que ninguna otra criatura podrá igualarla, ni por más que acumuláramos cuanto poseyeron en santidad, dignidad y gloria los profetas, los apóstoles, los mártires, las vírgenes, los confesores, tratando de componer una sola grandeza, no alcanzaría para igualar la grandeza de María. Por consiguiente aunque se reuniesen en un solo culto todos los homenajes de veneración, de admiración, de alabanza, de reconocimiento y amor que merecen todos los elegidos de Dios; tal culto quedaría muy por debajo de aquel que se merece la Virgen, en razón de su plenitud y gracia.

Sin embargo no es éste el principal fundamento del culto a María; el fundamento principal lo constituye la excepcional dignidad de Madre de Dios; “según el anuncio del ángel, recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo, y dio la vida al mundo, es reconocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor”[4]. Con estas palabras el Concilio Vaticano II presenta en síntesis la figura de la Virgen, así es como llegamos a comprender que la maternidad divina es la fuente de todos los privilegios de María; todas sus grandezas, sus glorias y su misma existencia se explican sólo en virtud de su predestinación a Madre de Dios. La Iglesia nos enseña a amar y honrar a María porque es Madre de Dios, porque es Madre de Jesús; y al amarla con esta referencia a Dios, necesariamente nuestra devoción a la Virgen hace más profundo, más delicado nuestro amor a Dios, nuestro amor a Jesús.

Aunque ya desde la eternidad Dios había predestinado a María a ser Madre de su Hijo, no quiso que lo fuese inconscientemente, sino que, llegada la hora de realizar su designio, quiso pedir a la Virgen humilde su consentimiento. El mensaje del ángel revela a María la tan alta misión que Dios le ha reservado: “Tú concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús”. María pregunta y el ángel le explica el misterio de su maternidad, que se obrará sin menoscabo de la virginidad; por eso María da su consentimiento, pronuncia su fiat[5], con todo el amor de su alma, acepta voluntariamente y voluntariamente se abandona en la acción de Dios. “Así María... aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús y abrazando la voluntad salvífica de Dios, con generoso corazón... se consagró totalmente, cual esclava del Señor, a la persona y obra de su Hijo”[6].

Otro fundamento del culto a María es su participación en nuestra redención; al dar su consentimiento para ser Madre del Hijo de Dios, se unión estrechamente no sólo a la persona, sino también a la obra de Jesús. Sabía que el salvador venía a este mundo para redimir al género humano; aceptando, pues, ser su madre, aceptaba también ser la más íntima colaboradora de su misión. “Con razón, pues, los santos Padres estiman a María no como un mero instrumento pasivo, sino como cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia”[7]. Y de hecho María, dándonos a Jesús, que es la fuente de la gracia, colaboró activa y directamente a la difusión de la gracia en nuestras almas.
Un último fundamento del culto a María son las relaciones en que se encuentra con respecto a nosotros; la consideramos como nuestra reina, Madre y protectora. Cada uno de estos títulos le da derecho a nuestros homenajes. El alto puesto que María ocupa por su cualidad de Madre de Dios en la obra de nuestra salvación, justifica plenamente el deseo de una vida de intimidad con ella. Lo mismo que el hijo está tan a gusto junto a su Madre, así nosotros los cristianos vivimos tan a gusto junto a María; por eso nos ingeniamos de mil modos para mantener siempre vivo en nuestra mente el recuerdo de nuestra Madre del cielo. Procuramos, por ejemplo, tener delante de nuestros ojos su imagen, acostumbrándonos a saludarla amorosamente todas las veces que su mirada se encuentra con la nuestra.

2.3 Elementos constitutivos del culto a María

La devoción a María, como cualquier otra devoción debe componerse de tres elementos para ser verdadera: de respeto, de confianza y de amor.

El primer elemento fundamental de todo culto es el respeto, consiste esencialmente en el reconocimiento de la superioridad o de la excelencia de aquel a quien se le tributa; ahora bien, el único modo de manifestar este conocimiento es el respeto. Toda comprobación de una alta preeminencia trae como consecuencia natural provocar un sentimiento de veneración. Lo que corresponde a María debe ser: profunda, filial y efectiva: debe ser profunda, pues el respeto debido a una persona se mide por su categoría y sus cualidades; por ello María, tiene derecho a un respeto particular, a un respeto sin límites. Debe ser filial, pues debemos acercarnos a María con la afectuosa familiaridad que caracteriza las relaciones de un hijo con su madre. Y efectiva, porque debe traducirse en actos y manifestarse en los diversos pormenores de nuestra conducta; inclinándonos a recitar con fervor y atención las oraciones que hacemos en su honor, abrazando con cariño las prácticas consagradas en su honor por la Iglesia.

El segundo elemento es la confianza, y debe acompañarse de un reconocimiento profundo por los innumerables beneficios que hemos recibido. Nuestra confianza en María debe tener, sobre todo, tres cualidades: debe ser sólida, universal y continua. Esta confianza debe conducirnos de modo natural a la oración, con la cual seguramente podremos invocar su intercesión y auxilio para nuestras innumerables dificultades.

El amor es el tercer elemento del culto a María, ella es Madre para cada uno de nosotros, y cada uno, nunca puede dejar de amar a su Madre; no sólo no se puede dejar de amarla, sino que se le ama con un afecto que no se parece a ningún otro. El amor filial es más fuerte que todos los demás amores. El sentimiento que experimenta todo hijo para con aquella que le dio la vida, es un sentimiento de ternura, dulce y profundo, sentimiento que la naturaleza misma ha hecho arraigar en nuestros corazones.
Dios es amor y María que en su calidad de Madre estuvo más cercana y unida a Dios que cualquier otra criatura, fue inundada más que ninguna otra de su amor, María está igualmente llena de amor. Pero la gracia y el amor en que fue colocada desde el principio, no la dispensó del ejercicio activo y constante de la caridad, como tampoco de las demás virtudes. Así nos la presenta el concilio cuando dice: “La Bienaventurada Virgen... cooperó, en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural, de las almas”[8] y repetidas veces la señala como especial modelo de caridad. María que está llena de amor, nos ama a todos como a sus hijos y la preocupación de nosotros debe ser robustecer cada día este amor filial y hacerlo más ardiente, más profundo y constante en nuestra alma, de ser posible, el amor ha de ir más lejos que el respeto y la confianza, pudiendo decir que la nota característica de una verdadera devoción a la Virgen es el amor.

2.4 Legitimidad del culto a María

Cuando se dice que el culto a María es legítimo, no se quiere dar a entender que por ello se defienden absolutamente todas las prácticas de devoción imaginadas para honrar a María, ni que se aprueban todas las fórmulas de que se sirvió la piedad, más sincera que ilustrada, de algunos fieles. No se puede tratar sino del culto tal cual se acaba de explicar, y de las prácticas autorizadas o por lo menos conocidas y toleradas por la Iglesia, como lo trataremos en el siguiente capítulo.

Tras las explicaciones que preceden, es difícil comprender los ataques violentos que dirigen los protestantes al culto que tributamos a la Virgen y a la confianza que le demostramos. Reverenciamos a María como a Madre de Dios, la amamos como a nuestra Madre, la invocamos como nuestra protectora e intercesora. Y nuestra pregunta es ¿dónde está en todo esto la violación de los derechos imprescindibles de Dios, dónde está sobre todo la idolatría? Nosotros afirmamos que María es digna de todos nuestro homenajes, estimamos que tiene derecho a un culto distinto del de los santos ordinarios, pero jamás vino a nadie la idea de reivindicar para ella honores divinos, a nadie por lo menos que conozca las enseñanzas más elementales de la Iglesia.








2. MARÍA EN LA VIDA DE LA IGLESIA Y LA PIEDAD POPULAR

El Concilio Vaticano II, siguiendo la tradición ha dado una nueva luz sobre el papel de la Madre de Cristo en la vida de la Iglesia. “La Bienaventurada Virgen, por el don... de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor..., está también íntimamente unida a la Iglesia. La Madre de Dios es modelo de la Iglesia, en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo”[9]. Ya hemos visto anteriormente como María desde tiempos antiguos ha sido honrado con un culto especial por la Iglesia; ahora, como Virgen y Madre, María es para la Iglesia un modelo perenne. Se puede afirmar que la Iglesia aprende también de María la propia maternidad; reconoce la dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a su naturaleza sacramental, es signo e instrumento de la unión íntima con Dios, lo es por su maternidad, porque, vivificada por el espíritu, engendra hijos e hijas de la familia humana a una vida nueva en Cristo, porque al igual que María está al servicio del misterio de la Encarnación, así la Iglesia permanece al servicio del misterio de la adopción como hijos por medio de la gracia.

La maternidad de María ha de ser comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano como un profundo vínculo hacia su Hijo; por ello la piedad debe mirar la devoción mariana como un camino hacia la devoción eucarística, en la tradición de las familias religiosas, grupos de familias, grupos juveniles, en la pastoral de los santuarios marianos; María debe guiar a los fieles a la Eucaristía.

3.1 Oración mariana de la Iglesia

Desde los primeros siglos, la Iglesia ha sentido necesidad de orar con María, a María, en el contexto de una oración eclesial que es siempre comunión con todos los redimidos. En la oración mariana, la Iglesia considera a María como modelo y ayuda de fidelidad respecto a la palabra y a la voluntad de Dios.

La actitud relacional de María para con la Iglesia, y de ésta para con María, no puede quedarse en simples reflexiones teóricas, sino que como en todos los temas cristianos, debe pasar a la vivencia. La oración mariana de la Iglesia es una vivencia continuada de su desposorio con Cristo, de su asociación a Cristo en la cruz, y de ser continuamente fiel a las nuevas gracias del Espíritu Santo.

La recitación de la primera parte del “Ave María”, y del “Magnificat”, así como la “memoria” de María durante la celebración eucarística, ha sido una práctica habitual de la Iglesia desde los primeros tiempos. Los sentimientos que nacen de esta recitación y celebración se ha ido expresando en otras fórmulas, himnos populares, letanías, rosario, ángelus, etc. Estas oraciones han quedado plasmadas en fórmulas litúrgicas y devociones populares.

“La Iglesia meditando piadosamente sobre ella, contemplándolo a la luz del verbo hecho carne, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su espacio”[10]: La Iglesia al recordar a María, especialmente en la celebración de los misterios de Cristo, imita sus sentimientos de alabanza, gratitud, confianza, humildad, fidelidad, contemplación, asociación... María se encuentra presente, de modo activo y materno, en el camino histórico y litúrgico de la Iglesia. “María es ejemplo de la actitud espiritual en que la Iglesia celebra y vive los diversos misterios”[11].

En este sentido María es figura de oración, figura de Iglesia. Cuando le rezamos nos adherimos a ella al designio del Padre, que envía a su Hijo para salvar a todos los hombres... podemos orar con ella y a ella. La oración de la iglesia está sostenida por la oración de la Virgen María, pues esta se une a ella en la esperanza. “Hay una presencia orante de María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todos los tiempos, porque Ella, asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación”[12]

3.2 Devoción y prácticas de devoción Mariana

Si esta devoción tiene lugar en los momentos de celebrar el misterio de Cristo en la liturgia, entonces se llama culto. A través del año litúrgico y también en la celebración de la Eucaristía y de los demás Sacramentos, La Iglesia recuerda siempre a María y también celebra en ello el fruto de la redención. Entonces se puede hablar de culto Mariano cuando se celebran los misterios cristianos por medio de ceremonias o ritos que no son oficiales, aunque si aprobados por la Iglesia (culto o piedad y religiosidad popular).

El Concilio Vaticano II, expone el significado y el fundamento del culto especial, hacia la Virgen, habla conjuntamente tanto del culto (celebración) como de la devoción (actitud). Es siempre una actitud de veneración y amor, invocación e imitación, como consecuencia práctica de las palabras proféticas de María en el Magnificat. Esta devoción y culto mariano, “que se distingue esencialmente del culto de adoración tributado a Cristo lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo”, se incultura o se aplica en diversos tiempos y lugares, y “teniendo en cuenta el temperamento y manera de ser de los fieles”[13]. Por esto la verdadera devoción a María tiene siempre como finalidad, la relación, imitación y configuración con Cristo, puesto que consiste en reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.

Las actitudes fundamentales para la devoción mariana son: Conocerla, amarla, imitarla, invocarla, celebrarla y se han ido viviendo en una práctica concreta. El Concilio Vaticano II indica en una línea general esta praxis: “Estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia ella recomendados por el Magisterio en el curso de los siglos”[14]. Los directrices del magisterio subrayan la práctica devocional litúrgica, pero no dejan de indicar algunas devociones concretas. “Marialis Cultus” dedica la tercera parte al Ángelus, al Rosario como compendio de todo el evangelio, y no deja de recordar la celebración litúrgica del sábado[15]. En resumen, las prácticas de devoción mariana que se han ido practicando en la comunidad eclesial, en la aprobación de la jerarquía, dentro o fuera de la liturgia, se pueden concretar en los siguientes:

- Oraciones: diversas fórmulas, himnos (en la liturgia o fuera de ella), Ángelus, rosario, letanías, mes de mayo, novenas.
- Imágenes o signos: Iconos, pinturas, estatuas, medallas, escapularios.
- Santuarios: Lugares de culto y devoción, templos dedicados a María, altares, peregrinaciones, apariciones.

Las oraciones e himnos marianos contienen una riqueza incalculable de valores evangélicos y evangelizadores. Las actitudes que suponen o suscitan estas oraciones se resumen en el amor a Dios y al prójimo, a la luz del misterio de Cristo meditado y vivido por María. Se admira y agradece lo que Dios ha hecho en ella por los méritos de Cristo redentor, se suscita una actitud de humildad e imitación suya y se recuerda su presencia activa y materna en medio de la Iglesia. Por esto la iglesia pide confiadamente su intercesión a favor de toda la humanidad, sintiéndose madre como María.

La devoción y las prácticas de devoción mariana necesitan una atención permanente por parte de la Iglesia para que conserven y profundicen sus líneas de fuerza, es decir, su dimensión trinitaria, cristológica y eclesial. En cuanto a la renovación y actualización de esta práctica devocional, habrá de acentuarse la dimensión bíblica, litúrgica, ecuménica, antropológica.

3.3 Algunos ejercicios de piedad recomendados por el Magisterio.

No se trata de hacer aquí un elenco completo de todos los ejercicios de piedad recomendados por el magisterio. Sin embargo, se recuerdan algunos que merecen especial atención, para ofrecer algunas indicaciones sobre su desarrollo y sugerir, si fuera necesario alguna corrección.

3.3.1 El Ángelus

El ángelus es la oración tradicional con que los fieles, tres veces al día, (esto es, en la mañana, al medio día y en la tarde), conmemoran el anuncio del ángel Gabriel a María. El Ángelus, es pues, un recuerdo del acontecimiento salvífico por el que, según el designio del Padre, el Verbo, por obra del Espíritu Santo, se hizo hombre en las entrañas de la Virgen María.
La recitación del Ángelus está profundamente arraigada en la piedad del pueblo cristiano y es alentada por el ejemplo de la Iglesia. En algunos ambientes, las nuevas condiciones de nuestros días no favorecen su recitación, pero en otros muchos las dificultades son menores, por lo cual se debe procurar por todos los medios que se mantenga viva y se difunda esta devoción, sugiriendo al menos la recitación de tres avemarías. La oración del ángelus, por “su sencilla estructura, su carácter bíblico, su ritmo casi litúrgico, que santifica diversos momentos de la jornada, su apertura al misterio pascual, a través de los siglos conserva intacto su valor y su frescura”[16].

Incluso es deseable que, en algunas ocasiones, sobre todo en las comunidades religiosas, en los santuarios dedicados a la Virgen María, durante la celebración de algunos encuentros, el ángelus sea solemnizado, por ejemplo, mediante el canto del Ave María, la proclamación del Evangelio de la anunciación y el roque de campanas.

3.3.2 El Rosario

El rosario es una de las oraciones más excelsas a la Madre del Señor. La Iglesia invita repetidamente a los fieles a la recitación frecuente del rosario, oración de impronta bíblica, centrada en la contemplación de los acontecimientos salvíficos de la vida de Cristo, a quien estuvo asociada estrechamente la Virgen María. Son numerosos los testimonios de los pastores y hombres de vida santa sobre el valor y eficacia de esta oración. El rosario es una oración esencialmente contemplativa cuya recitación “exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezcan, en quien ora, la meditación de los misterios de la vida del Señor”[17]. También se encuentra expresamente recomendado en la formación y en la vida espiritual de los clérigos y de los religiosos.

El rosario consiste en la recitación de doscientos avemarías, intercalados por la oración del Padrenuestro que las divide en veinte decenas, en cada una de las cuales se anuncia un misterio de la redención cristiana. El rosario es la oración más conocida y usada entre los católicos. Se reza haciendo correr entre los dedos los granos de las avemarías y de los padrenuestros, unidos por una cadenilla llamada corona del rosario. Los misterios están constituidos por hechos de historia evangélica y divididos en cuatro series relativas al gozo, al dolor, a la luz y a la gloria de Jesús y María.
El rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrado en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. En él resuena la oración de María, su perenne magnificat por la obra de la encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande. Precisamente el rosario, a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa; como ya lo habíamos dicho.

Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como lo subraya Pablo VI: “Sin contemplación, el rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: “Cuando oréis, no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad” (Mt. 6,7)”[18].

Para los que acostumbran a rezar una de las cuatro partes del rosario, los misterios se han distribuido en los días de la semana así: Gozosos (lunes y Sábado); Dolorosos (martes y viernes ); Gloriosos (miércoles y domingo) y Luminosos (jueves).

3.3.3 Las letanías de la Virgen

Entre las formas de oración a la Virgen, recomendados por el magisterio, están las letanías. Consisten en una prolongada serie de invocaciones dirigidas a la Virgen, que, al sucederse una a otra de manera uniforme, crean un flujo de oración caracterizado por una insistente alabanza-súplica. Las invocaciones generalmente son muy breves, constan de dos partes: la primera de alabanza (“Virgen clemente”), al segunda de súplica (ruega por nosotros). En muchos fieles se ha creado la convicción errónea de que las letanías eran como una especie de apéndice del rosario. En realidad, las letanías son un acto de culto por sí mismas: pueden ser el elemento fundamental de un homenaje a la Virgen, pueden ser un canto procesional, formar parte de una celebración de la palabra de Dios o de otras estructuras cultuales.

3.3.4 Triduos, septenarios, novenas marianas

Generalmente una fiesta por su carácter culminante, suele estar preparado y precedida por un triduo, septenario o novena. Estos tiempos y modos de la piedad popular, se deben desarrollar en armonía con los tiempos y modos de la liturgia; estos pueden constituir una oración propicia no sólo para realizar ejercicios de piedad en honor de la Virgen, pueden servir para presentar a los fieles una visión adecuada del lugar que ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia, es más, se deben convertir, sin que cambie su naturaleza en medios de catequesis para su difusión y un mejor conocimiento.

Los triduos, septenarios y novenas, servirán para preparar verdaderamente la fiesta, así los fieles se sentirán movidos a acercarse a los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía y a renovar su compromiso cristiano a ejemplo de María, la primera y más perfecta discípula de Cristo.

La devoción y las prácticas de la devoción mariana que acabamos de resumir, se encuentran de modo especial en las manifestaciones piadosas o religiosas de la comunidad eclesial. Es la piedad o religiosidad popular. En ella se manifiesta la adhesión a la fe por medio de expresiones culturales, en vistas a un encuentro vivencial (personal y comunitario) con Dios en Jesucristo. De hecho, es un tema que pertenece también al campo de la inculturación: la inserción de los valores evangélicos en las raíces de un pueblo y de su cultura. Sin esta inculturación, la acción evangelizadora quedaría en la superficie.

[1] Summa Theológica, Tomo III. Cap. XXV. Art. 5.
[2] Lc. 1,28.
[3] Cfr. Lc. 1,42.
[4] Cfr. LG. 53.
[5] El “Sí” de María, es la aceptación plena frente a la voluntad del Padre.
[6] Cfr. LG. 56.
[7] Cfr. LG. 56.
[8] Cfr. LG. 61
[9] Cfr. L.G. 63.
[10] Cfr. L.G. 65.
[11] “Marialis Cultus”. N. 16.
[12] Ibid. N. 18.
[13] Cfr. LG. 66.
[14] Cfr. LG. 67.
[15] Exhort. Apost. “Marialis Cultus”. De Pablo VI (1974). La exhortación presenta: El culto a la Virgen en la Liturgia (1parte) renovación de la piedad mariana (2ª parte). Indicaciones sobre los ejercicios de piedad (ángelus y rosario) (5ª parte).
[16] Pablo VI. Exhortación apostólica, Marialis cultus”, 41.
[17] Pablo VI. Exhortación Apostólica Marialis Cultos. N. 47.
[18] Pablo VI. Exhortación Apostólica, Marialis Cultos. N. 47.

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