lunes, 12 de noviembre de 2007

CONTINUACION... ANALISIS DEL CULTO A MARIA EN LA IGLESIA. CAPITULO CUARTO Y CONCLUSIONES.




1. MARÍA MODELO DE VIRTUD

En diversas ocasiones se presenta a maría inaccesible, lo ideal es presentarla imitable. Es verdad que María es inaccesible en los altísimos privilegios que coronan su maternidad divina, y es justo considerar tales privilegios para admirar, contemplar y alabar las grandezas de nuestra madre y para enamorarnos más de ella; pero al mismo tiempo hay que mirar a María en el cuadro concreto de su vida terrena, en un ambiente humilde y sencillo, que no rompe las líneas de la vida ordinaria común a toda madre de familia. No hay duda que bajo este aspecto María es verdaderamente imitable. En este capítulo miraremos a María como modelo de virtud ante toda la comunidad cristiana.


Se trata de virtudes sólidas, evangélicas: La fe y la dócil aceptación de la Palabra de Dios, la obediencia generosa, la humildad sincera, la solícita caridad, la sabiduría reflexiva, la verdadera piedad, que la mueve a cumplir sus deberes religiosos, a expresar su acción de gracias por los bienes recibidos y a tomar parte en la oración de la comunidad apostólica; la fortaleza en el destierro y en el dolor, la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor, el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz, la delicadeza en el servicio, la pureza virginal y el fuerte y casto amor de esposa.




4.1 La fe de María

“Dichosa tu María, que creíste que se cumplirían en ti las cosas dichas por el Señor”[1]. Grande fue la fe de la Virgen que creyó sin dudar el mensaje del ángel que le anunciaba cosas admirables. Creyó, obedeció, y como afirma el concilio: creyendo y obedeciendo “fue causa de la salvación propia y de la del género humano”[2]. Fiada en la Palabra de Dios, María creyó que sería madre sin perder la virginidad; creyó que sería verdadera madre de Dios, que el fruto de su seno sería realmente el Hijo del Altísimo. Se adhirió con plena fe a cuanto le fue revelado, sin dudar un instante frente a un plan que venía a transformar todo el orden natural de las cosas: una madre virgen, una criatura madre del Creador. Creyó cuando el ángel le habló, pero continuó creyendo aún cuando el ángel la dejó sola, y se vio rodeada de las humildes circunstancias de una mujer cualquiera que está dispuesta para ser Madre.

La Virgen nos enseña a creer en nuestra vocación; hemos creído en ello en la claridad de la luz, pero hemos de creer en ella cuando nos encontramos en las tinieblas, en las dificultades que pretenden trastornarnos, desanimarnos. Dios es fiel y no hace las cosas a medias: Dios llevará a término su obra en nosotros con tal que nosotros nos fiemos totalmente de Él.

Muy lejos estaría de la verdad quien pensase que los misterios divinos fueron totalmente manifiestos a la Virgen y que la divinidad de Jesús fuese para ella tan evidente que no tuviese necesidad de creer. Exceptuada la Anunciación y los hechos que rodearon el nacimiento de Cristo, no encontramos en su vida manifestaciones sobrenaturales de carácter extraordinario. Ella vive de pura fe, exactamente como nosotros, apoyándose en la Palabra de Dios. Los mismos divinos misterios que en ella y en torno suyo se verifican, permanecen habitualmente envueltos en el velo de la fe y toman al exterior el giro común a las varias circunstancias de la vida ordinaria; más aún: frecuentemente se ocultan bajo aspectos muy oscuros y desconcertantes. Por ejemplo, la extrema pobreza en que nació Jesús, la necesidad de huir al desierto para salvarle a él – Rey del cielo – de la furia de un rey de la tierra las fatigas para procurarle lo estrictamente necesario y, a veces, hasta la falta de ello. Pero María no dudó jamás de que aquel niño débil e impotente, necesitado de cuidados maternos y de defensa como cualquier otro niño, fuese el Hijo de Dios, creyó siempre, aún cuando no entendía el misterio.

El alma de fe no se detiene a examinar la conducta de Dios y, aún cuando no comprendiendo se lanza a creer y a seguir ciegamente las disposiciones de la voluntad divina. Algunas veces en nuestra vida espiritual nos detenemos porque queremos entender demasiado, indagar demasiado los designios de Dios sobre nuestra alma; no, el Señor no nos pide entender, sino creer con todas nuestras fuerzas.

4.2 La humildad de María

No es difícil ser humildes en el silencio de una vida oscura, pero es raro y verdaderamente hermoso serlo en medio de un ambiente de honores. María fue ciertamente la mujer más honrada por Jesús, la más elevada sobre las criaturas, y sin embargo, ninguna se ha rebajado y humillado tanto como ella. El ángel la saluda “llena de gracia” y María “se turba”[3]. Se turba porque siendo ella tan humilde, aborrece toda alabanza propia, deseando que solo Dios sea alabado. El ángel le da a conocer la misión que Dios le ha encomendado y María se declara como su “esclava”.
Las cualidades y las habilidades más hermosas, hasta la penitencia, la pobreza, la virginidad, el apostolado, la misma vida consagrada a Dios, incluso el sacerdocio, son estériles e infecundas si no están acompañadas por una humildad sincera; más aún, sin la humildad pueden ser un peligro para aquellos que las poseen. Cuanto más encumbrado sea el puesto que ocupamos en la viña del Señor, cuanto más elevada es la vida de perfección que profesamos, cuanto más importante es la misión que Dios nos ha confiado, más necesidad tenemos de vivir fuertemente radicados en la humildad. Así como la maternidad de María fue el fruto de su humildad, del mismo modo la fecundad de nuestra vida interior, de nuestro apostolado, dependerá y estará en proposición con la humildad. Ahora podemos decir, si nos resulta imposible imitar el candor y la belleza de María, imitemos al menos su humildad.

4.3 La esperanza de María

María “sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de él esperan y reciben la salvación... con ella, excelsa hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía[4]. Con estas palabras presenta el concilio a María en quien se comprendían todas las esperanzas de Israel; todos los anhelos y suspiros de los profetas vuelven a resonar en su corazón alcanzando una intensidad hasta entonces desconocida que apresura su cumplimiento. Nadie espera la salvación tanto como ella, y en ella precisamente, comienzan a cumplirse las divinas promesas.

La esperanza de María fue verdaderamente sólida y total aun en los momentos más difíciles y oscuros de su vida. Cuando su esposo José, habiendo notado en ella las señales de una maternidad cuyo origen, ignoraba, pensaba en “abandonarla secretamente”[5], María intuyó el estado de ánimo de su esposo, intuyó las dudas que podrían cruzar su mente, y el peligro en que ella estaba de ser abandonada, y, sin embargo, llena de esperanza en Dios, no quiso de ninguna manera forma decirle lo que el ángel le había revelado, sino que se abandonó completamente en las manos de su Creador. María calla sin tratar de justificarse frente a José; calla porque está llena de esperanza en Dios y está plenamente segura de su ayuda. El silencio y la esperanza le permiten apoyarse totalmente en Dios, y así, fuerte, con la fortaleza del mismo Dios, permanece serena y tranquila en una situación por extremo difícil y delicada.

Podemos asegurar que toda la vida de María fue un continuo ejercicio de esperanza. Transcurridos en Nazareth treinta años, Jesús aparecía niño, joven, hombre, como todos los demás y ninguna señal exterior indicaba que habría de ser el salvador del mundo, sin embargo María no cesó de creer y de esperar en el cumplimiento de las divinas promesas. Cuando comenzaron las persecuciones contra el Hijo, cuando fue apresado, procesado, crucificado y todo parecía ya terminado, la esperanza de María permaneció intacta, aún más, se agigantó dándole la fuerza de seguir firme “Junto a la cruz de Jesús”[6]

Ahora comprendemos cuan pobre es nuestra esperanza frente a la esperanza de María. La Virgen con su silencio y con su esperanza nos señala el único camino de al verdadera seguridad, de la serenidad y de la paz interior aun en medio de las situaciones más difíciles: el camino de la total confianza en Dios.


Hemos analizado hasta aquí algunas de las virtudes evangélicas de María; y, digamos que de estas virtudes de la Madre, se adornan los hijos, que con tenaz propósito contemplan sus ejemplos para imitarlos en la propia vida. Y tal progreso en la virtud aparecerá como consecuencia y fruto maduro de aquella fuerza con que brota el verdadero culto a la Virgen María.

La Iglesia Católica, apoyada en su experiencia, reconoce en la devoción a la virgen una poderosa ayuda para que el hombre llegue a conseguir la plenitud de su vida. La “Mujer nueva”, está junto a Cristo, “el hombre nuevo”, a la luz de cuyo misterio encuentra sentido el misterio del hombre. Y así como prenda y garantía de que una persona de nuestra raza humana, en María, se ha realizado ya el proyecto de Dios para salvar a todos los hombres.











CONCLUSIONES

Nos alegra haber realizado este trabajo de investigación sobre la importancia del culto a María en la Iglesia, es un tema de suma importancia, objeto de estudio, de revisión y también de controversia en estos últimos años; tras esta investigación podemos ofrecer las siguientes conclusiones:

Desde los tiempos apostólicos, el papel de María y su veneración fue en aumento. El Concilio de Éfeso marca un punto decisivo para el desarrollo del culto mariano a través de la historia de la Iglesia, este concilio celebrado el año 431 erradicó la crisis Nestoriana, que negaba la maternidad divina de María, confirmó y autorizó la invocación de María como “Theokokos” que significa “Madre de Dios.

Debemos entender claramente que Cristo es el único camino al Padre, es el modelo supremo al que el discípulo debe imitar; esto es lo que la Iglesia ha señalado en todo tiempo y nada en la acción pastoral debe oscurecer esta doctrina. Pero está guiada por el Espíritu Santo, reconoce que también el culto a la Virgen María, de modo subordinado al culto que rinde el Salvador y en unión con Él, tiene una gran eficacia y constituye una fuerza renovadora de la vida cristiana. Podemos añadir que este culto a María tiene su razón última en el designio de Dios, el cual, siendo amor eterno y divino, será siempre manifestación de amor: La amó y obró en ella maravillas, la amó por sí mismo, la amó por nosotros, se la dio a sí mismo, y nos la dio a nosotros.


La fidelidad a la Escritura y a la tradición, así como a los textos litúrgicos y al magisterio garantiza la auténtica doctrina mariana. No podemos olvidar que su característica fundamental es la referencia a Cristo, pues todo en María deriva de Cristo y está orientado a Él. El concilio ofrece, también a los creyentes algunos criterios para vivir de manera auténtica su relación filial con María, “los fieles, además deben recordar que la verdadera devoción no consiste ni en un sentimiento pasajero y sin frutos. Al contrario, procede de la verdadera fe, que nos lleva a reconocer la grandeza de la Madre de Dios y nos anima a amar como hijos a nuestra madre y a imitar sus virtudes”[7].

La intercesión maternal de la Virgen, su ejemplar santidad y la gracia de Dios que hay en ella, hacen que el cristiano reafirme su devoción por medio de la fe en expresiones de alabanza y súplica, suscitando el firme propósito de imitar sus virtudes.

El deseo es que este trabajo pueda responder a las exigencias de numerosos católicos, que desean poner un fundamento sólido y claro en cuanto a la devoción mariana. Desearíamos también que quienes no conocen el rostro materno de María, se les diese a conocer, y para que así sea, le pedimos a ella humildemente su bendición materna.


[1] Cfr. Lc. 1,45.
[2] Cfr. LG. 56.
[3] Cfr. Lc. 1, 28-29.
[4]Cfr. LG. 55.
[5] Cfr. Mt. 1,19.
[6] Cfr. Jn. 19,25.
[7] Cfr. L.G. 67.

BIBLIOGRAFÍA

APARICIO, Francisco. Enciclopedia Mariana “Theotokos” Ediciones Studium, Madrid 1960. Cap. IV, V.

Concilio Vaticano II. Constitución Lumen Gentium. Ediciones San Pablo. Roma, 1965.

ESQUERDA BIFET, Juan. Espiritualidad Mariana de la Iglesia. Sociedad de educación. Atenas. Madrid. 1994. Cap. VI, IX.

GARRIGUET, Luis. La Virgen María. Editorial Lumen Christi, S.A., Bogotá. 1942.

JUAN PABLO II. Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae. Ediciones Paulinas, Roma. 2002.

JUAN PABLO II. Carta Encíclica Redemtoris Mater. Ediciones Paulinas, Roma. 1987.

PABLO VI. Exhortación Apostólica Marialis Cultus. Ediciones Paulinas, Roma, 1974.

TERRIEN. La Madre de los hombres. Cap. II.

TOMAS DE AQUINO. Summa Teológica III, Mariología. Editorial la Católica. Madrid, 1961.

1 comentario:

Maria dijo...

Buen trabajo